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hace 3 años
[Cultura]

Hace 100 años, un circo de pulgas en México ayudó a explicar qué causa la tifoidea

El periodista Ariel Nafarrete reveló en 1924 los peligros sanitarios que podrían desatar esos pequeños insectos

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Foto: El Universal
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Ciudad de México.- Los circos de pulgas cuentan con una larga tradición. Su periodo de popularidad fue del años 1830 al 1960. De acuerdo al zoólogo Tim Cockerill, de la Universidad de Falmouth (Reino Unido), estos eventos fueron originados por joyeros y relojeros para exhibir sus productos y otras miniaturas.

Fue el italiano Louis Bertolotto quien impulsó los circos de pulgas como todo un espectáculo, uno muy popular en Inglaterra en los 1880. México no fue ajeno a este tipo de entretenimiento.

En 1924, el periodista Ariel Nafarrete escribió una crónica sobre un circo de pulgas, donde una “preciosa mujercita americana de cabellos dorados” era la domadora. Sin embargo, Nafarrete no se quedó con la experiencia, recurrió a especialistas para indagar más sobre los pequeños insectos. Así fue cómo su crónica se transformó en un artículo científico sobre qué causa la tifoidea y la peste bubónica.

Así fue como lo reportó EL UNIVERSAL:

¡Oh, las Malditas Pulgas!
25 de mayo de 1924


Por Ariel Nafarrete

¡Estas pulgas son una maravilla…! exclamé encantado apenas salía cierta tarde de la pequeña tienda de un “Circo de Pulgas” que constituía una [...] distintas versiones aglomerandose en uno de esos monstruosos circos que recorren las poblaciones [...], chupando en tres o cuatro [...] de una noche todas las economías hechas por sus sencillos habitantes en algunos meses.

Hábiles como hombres

Mi exclamación no podía estar justificada: media hora me paré de codos sobre el cristal que cubre al famoso “Circo de Pulgas”, a [...] momento más interesado en las piruetas que aquellos pequeños parásitos hacían al mandato de la “domadora”, una preciosa mujercita americana de cabellos dorados [...], de un claro indefinible.

[...] up, Billy...! - urgía la “domadora”, al mismo tiempo, con un delgado popotillo tocaba el lomo de un grueso pulgón semi-vestido de jockey, esperando en un rincón el momento en que debería dar comienzo a “su difícil acto”.

¡Up…! y el pulgón, aquél [sic.], colocado sobre una almohada, por ejemplo, me hubiera producido asco y ganas de machacarlo, de un brinco se colocaba sobre el lomo de otro pulgo que, apenas sentía sobre su espalda el peso, echaba a dar brincos, sin lograr derribarlo.

Los espectadores, que éramos más de veinte, colocados alrededor de la tienda donde estaba instalado el circo sofocábamos nuestras respectivas [...] proporcionadas por los directores del espectáculo y nos maravillábamos tanto de la habilidad del jinete pulgo cuanto de la paciencia de la menudita “domadora” para enseñarlos a hacer aquellas piruetas.



Saltos de obstáculos

Pero la cosa no quedó de ese [...]: después de los furiosos brincos del pulgo aquél [...] deshacerse de su “ecuyer”, la muchachita rubia colocó en mitad de la pista algunos obstáculos de los que se usan en los que se usan en los concursos hípicos, y a la voz de Get up, el supuesto caballo se encaminaba hacia el primero de aquellos obstáculos y lo saltó tan limpiamente como el mejor de los “hunters” importados de Estados Unidos para el Colegio Militar. Luego saltó otro y otro con igual limpieza. Al terminar, el pulgo jinete bajó de su cabalgadura suponiendo que el público estuviera ovacionándolo, dió sobre sus patas traseras una vuelta al ruedo y se fue a sentarse en su rincón, en espera de ser llamado nuevamente para ejecutar su “difícil acto”.

Matrimonio a todo lujo

Después vino algo estupendo: un matrimonio de pulgas. La novia, una hermosa pulga de vientre reluciente y color retinto, vestía de blanco; hilo de seda admirablemente enredado sobre su cuerpo componían el traje y llevaba prendido no sé cómo sobre su espalda un pequeño velo. El novio, aunque iba desprovisto de pantalones -cosa sumamente inmoral entre los hombres, pero tal vez tolerada por la moral relativa de las pulgas- vestía frac, a juzgar por dos pequeños faldones que se distinguían sobre la parte trasera de su cuerpo. Era más pequeño y más flaco el novio que la novia y entre el público, sobre todo entre el elemento famenino, se hicieron al margen de esta circunstancia regocijados comentarios.

Un pulgón extraordinariamente grande y gordo fungió de sacerdote e iba acompañado por más de tres monaguillos. Todo estos personajes iban propiamente vestidos, aunque si bien es cierto, sus respectivos trajes no eran tan notables como los de los novios. La concurrencia estaba formada por muchas pulgas, de distintos sexos y edades, y -hay que decir de verdad- unos llevaban trajes de baño y varios insectos había que se atrevieron a ir a la boda en el traje de Adán o de Eva, según era su sexo.

La ceremonia fue una cosa estupenda: colocado el supuesto Cura frente a los novios, hacía a cada momento genuflexiones que ellos a su vez contestaban; el novio estaba muy inquieto, se conoce que ya estaba deseoso de emprender el viaje de bodas y en cambio, la novia daba muestras de ser una mujer completamente “pachorruda”, pues apenas si movía de cuando en cuando una pata o la cabeza, para contestar a las genuflexiones del Cura.

Cuando éste hubo terminado de oficiar, se retiró seguido por sus acólitos, y los novios, ya unidos, se dirigieron a tomar un pequeño carruaje, hecho de papel y tirado por dos diminutas pulgas; subieron en él y previa orden de la rubia “domadora”, el coche partió a todo brincar de los parásitos que tiraban de él.



La gente que había presenciado tan estupendo espectáculo, prorrumpió en aplausos y la menudita “domadora” fue muy calurosamente felicitada. Todo mundo, al salir de la tienda del pequeño “circo de pulgas” hacía los más elogiosos comentarios.

Yo salí sencillamente maravillado…

Después, con esa deliciosa facilidad que tienen los periodistas para hacer amistades, logré ser amigo de la rubia “domadora” de pulgas y ella me contó que había pasado tres largos años dedicada al estudio de lo que ella llamaba muy ingenuamente “el carácter de las pulgas” a fin de lograr educarlas y hacer de ella lo que le daba la gana

Pulgofilo

Lo interesante del espectáculo que había yo presenciado, y más que nada, la belleza la gracia y la amabilidad de la maestra de pulgas, crearon en mí un intenso sentimiento de simpatía hacia los pequeños animalitos, y mi pulgofilia llegó al extremo de constituirme en un verdadero protector de esos parásitos, al grado de que, cuando en la cama de algún hotel “accidentalmente” encontraba una pulga, o cuando alguno de esos pequeños animales me despertaba con una punzadora, procuraba yo localizarlo, pero no para darle impía muerte en medio de las dos uñas de mis dedos pulgares, sino para ponerlo benévolamente en absoluta libertad, sin formación de causa.

Este pulguismo mío llegó al extremo de originarse serios disgustos domésticos cuando llegué a sorprender a alguno de mis famiilares [sic.] persiguiendo a través de todas las arrugas de una sábana, a alguna infeliz pulguita, para capturarla y asesinarla cobardemente; pero la palabra sabia y experimentada de un hombre de ciencia me expuso ayer todo el peligro que llevan dentro de sus diminutos vientre los parásitos que antes me eran tan simpáticos y he aquí que he dado un cambio radical de frente en lo que respecta a las pulgas y no sólo mi opinión, sino mi actitud definitiva es ahora absolutamente antipulguista.



La peste bubónica

Una conversación, como antes digo, fue el origen de ese sentimiento mío: fue el Sr. Dr. Ruelas, talentoso hombre de ciencia que ha hecho profundos estudios sobre parasitología, quien me dió a conocer todo el horror de los perjuicios que causan en el organismo de los hombres las malditas pulgas; esto, además de las incontables molestias que ocasionan, ya sea por su picazón insoportables o simplemente por la repugnancia que inspira su presencia.

Son las malditas pulgas nada menos que los más eficaces propagandistas de la temible Peste Bubónica, que , como es sabido, es una de las más terribles enfermedades que se conoce y cuya curación, hasta la fecha, no puede considerarse como un hecho comprobado. Son las pulgas que viven entre la pelambre de las ratas apestada, quienes, una vez repletos sus vientre de sangre de rata enferma, es decir, llevando en su interior millares de microbios, abandonan el cuerpo del roedor, en busca de un campo más amplio para sus operaciones parasitarias. Es entonces cuando buscan el cuerpo del hombre: suben primero a un zapato, rápidamente, en dos saltos se cuelan por la pantorrilla y allí llevan a cabo lo que bien pudiéramos decir su primer trabajo de perforación.

El individuo que ha tenido la desgracia de que una de esas pulgas lo escoja por su víctima, ya contagiado, a la cuantas horas arde en calentura y poco más tarde se declaran en él todos los síntomas que caracterizan a la terrible peste.

Y este pobre hombre morirá irremisiblemente, pues muy raro es el case [sic.] en que un enfermo de Peste Bubónica se salve.

Dos clases de pulgas

Afortunadamente, como en el mundo de los hombres, en el de las pulgas hay de todo: buenas y malas. Las pulgas cuya vida parasitaria se desarrolla en el cuerpo del hombre, o en el de animales como el perro o el gato, son por decirlo así inofensivas, si se tiene en cuenta que solamente causan la molestia inherente a su picadura, pero no contagian enfermedades peligrosas. Estas pulgas comunes y corrientes tienen el nombre técnico de “Pulex irritans Linneo”; poseen órganos bucales conformados para picar y chupas y sus patas posteriores, que son las más largas, están, están organizadas para el salto. Las pulgas adultas viven en el hombre, de cuya sangre se alimenta. El macho se distingue de la hembra fácilmente por su conformación y porque es más pequeño; mide de dos a dos milímetros y medio de largo uno por uno y medio de alto, mientras la hembra llega a alcanzar en ocasiones hasta cuatro milímetros de longitud por dos de altura. Su color varía del moreno rojizo o retinto, al negro intenso.

La pulga que vive en el hombre es distinta de la que vive en el gato o en el perro, pero las tres especies, como antes se dice [sic.], son relativamente inofensivas. En cambio, la pulga de la rata, que técnicamente se llama “Ceratóphyllus fasciatus”, es la verdadera peligrosa: pone sus huevecillos en las rendijas de las maderas de los pisos, entre los filamentos de las alfombras en los rincones y en general en todo sitio donde se acumule el polvo y la inmundicia. Allí cuida de ellos y cuando las nuevas pulguillas, después de salir de la crisálida de seda que se forma en derredor de las larvas, quedan al aire imposibilitadas de poder procurarse alimento por sí solas, la madre no las descuida, sino que viene a proporcionarles la sangre que previamente ha chupado del cuerpo de una rata.

La proporción en que se reproducen las pulgas es muy numerosa, casi puede calcularse que es a razón de cincuenta por una.

Les achacaban el tifo

Hace algunos años se creyó que eran las pulgas quienes por medio de sus órganos bucales, transmitían el microbio del Tifo; pero por las notables experiencias que algunos eminentes doctores americanos llevaron a efecto, se reveló a la pulga de tan enorme responsabilidad. A la ciudad de México vinieron tres notables médicos americanos, quienes se dedicaron a hacer muy provechosos experimentos en las salas de tifosos del Hospital General, hasta que pudieron comprobar que es el piojo el parásito que transmite el terrible microbio del Tifo.

Uno de ellos, el Dr. William Ricket, cuyo nombre debe recordarse con veneración, como el de un verdadero mártir de la ciencia, pereció al efectuar una experiencia consistente en tomar acomodo en el lecho de un tifoso y empaparse con la exudación del enfermo aquél [sic.] y dejarse picar por un piojo contagiado de tifo. El abnegado hombre de ciencia contrajo inevitablemente la terrible enfermedad en forma tan fuerte, que los esfuerzos de sus colegas fueron inútiles y falleció.

Otro eminente hombre de ciencia, el Dr. don Manuel Toussaint, llevó también a cabo una experiencia que bien puede calificarse de heroica: se creía que el microbio del tifo era transmitido por medio de las flemas. Pues bien: el Dr. Toussaint preparó un trágico sandwich en el cual iba puesto el esputo de un tifoso, y se lo comió. Afortunadamente quedó desmentida la teoría de que el tifo se contagiara por medio de las mucosidades de la garganta y el Dr. Toussaint, a cuya abnegación se debió esta importante experiencia, no sufrió ninguna enfermedad.

Las pulgas tenían alas

Así pues, las pulgas han quedado relevadas, al menos, de la terrible responsabilidad de ser ellas quienes se encargaran de la propagación del tifo; pero lo que está científicamente probado es que son ellas las que toman de las ratas la Peste Bubónica y malévolamente van al cuerpo humano a depositar su pequeña, pero terrible carga de microbios, lo cual es peor, sin duda, que si transmitieran el tifo, ya que la peste es una enfermedad aún más terrible.

Tal vez por este grave pecado contra la especie humana, las pulgas han sido castigadas en una forma enérgica: la Naturaleza en un principio, creyendo que las pulgas serían unos inofensivos animalitos, las había dotado de dos pequeñas alas para que con ellas se ayudaran en la busca del sustento; pero las pulgas no agradecieron debidamente este incomparable favor de la naturaleza y se dedicaron, en vez de a trabajar, a la holganza, haciendo vida parasitaria, ya fuera en el cuerpo del hombre o en el de algunos animales como el gato, el perro y la rata.

En vista de esta punible conducta, y sobre todo, considerando que las pulgas se estaban dedicando a contagiar al hombre con la peste que cogían de las ratas, la Madre Naturaleza las fue privando poco a poco de sus alas, las cuales presentan ahora solamente en forma incipiente, según la descripción científica que recogí de labios del Sr. Dr. Ruelas y que dice así:

“Las pulgas -”Pulex Irritans Linneo”- son dípteros modificados por el parasitismo; tienen el cuerpo comprimido lateralmente y las alas no existen sino en estado rudimental. Poseen órganos bucales conformados para punzar y chupar y las patas posteriores, que son más largas, están organizadas para el salto”.
Así fue como las pulgas, esos pequeños animalitos que antes me fueron tan queridos y hoy me son tan antipáticos recibieron un justo castigo de la madre naturaleza.

Tal vez más tarde sean privados de sus enormes patas traseras y así los daños que causen serán menos.

Ojalá! [sic.]



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